domingo, 28 de septiembre de 2008

Tribu

Vivimos en el colmo de la transparencia. El ciudadano tiene a su disposición todas las herramientas para conocer lo que le rodea. También, por supuesto, tiene la capacidad de elegir todo lo que le rodea.

La democracia no es sino una versión suavizada del modo en que los hombres se relacionan entre ellos y el poder desde que empezó la historia. Y no es suavizada tanto porque efectivamente sea más soportable, sino por el modo en que el hombre percibe su yugo, claramente más suave de lo que en realidad es. Un paso atrás sí hay: como en Matrix, lo que ha mermado es la dignidad de conocer lo que uno tiene. Ayuda a vivir esa carencia, es cierto. Siempre que uno no se afane en destaparla.

La televisión nos engaña, los políticos nos engañan. Pero la televisión muestra continuamente y los políticos aparecen en ella continuamente. El votante se ha convertido en un paranoico y en un detective. Para poder entender lo real el hombre occidental se ha tenido que convertir en un buscador de metáforas. Atrás queda la frase: “Cuando el sabio señala la luna, el tonto mira el dedo”. Ahora quizá sea más tonto el que mira la luna, porque es el dedo el que despliega un discurso soterrado sobre la luna, sobre mirar la luna y sobre los que miran la luna cuando se enseña un dedo.

Los ciudadanos americanos, pioneros sufridores de este juego de despistes hermeneúticos, saben que no hay que creer siempre lo que escuchan. Tienen también que ver lo que escuchan. Para entender el verdadero discurso escondido en el discurso tienen que estudiar las corbatas del que habla, las manos del que habla y cómo es el peinado y el gesto de la mujer que comparte la vida del que habla.

El ciudadano americano, avezado jugador de democracias, ha entendido bien que se trata de un tablero de apariencias. Pero la domesticación del americano en la idiotez puritana ha desviado sus ojos de las verdaderas pistas que debe seguir un buen buscador de metáforas. La verdad es rastreada en un desliz de la época universitaria (del candidato, su esposa o su abuelo), en algún desdén liviano a las formas tradicionales de la estética, o en una arruga infame de uno de los párpados, evidencia insoslayable de una clara tendencia comunista.

Asumir que hay un doble fondo no molesta: el votante se siente inteligente destapando velos. Pero no sabe hasta qué punto empezar ese juego supone aceptar su perdición. Al otro lado hay un trilero siempre. Un profesional. Lo que le queda es rezar para que el trilero sea, dentro de lo que cabe, una persona decente. Como ha ocurrido siempre en realidad cuando llegaba el benefactor, cacique, o sátrapa de turno: es una cuestión de azar. Antes se imponía el dictador. Ahora se elige entre dos.

El hombre, aún en democracia, aún en una democracia aparentemente limpia, frontal, televisada, siempre ejercerá su poder sobre el hombre. Como animales, y como animales inteligentes, la única duda que no tendremos nunca es que el ataque de la tribu a las tribus será cada vez más sofisticada.

martes, 23 de septiembre de 2008

Mi desaparición. Qué es DFW. Una desaproximación.

David Foster Wallace tenía sólo 46 años cuando decidió suicidarse, aunque parecía tener diez menos. Y no sólo por su aspecto de rockero o de tenista, sino también por su literatura. Es paradójico decir esto, básicamente porque a los 46 años había alcanzado una compleja sabiduría difícilmente alcanzable para el resto de escritores vivos. Esa bipolaridad es parte del inescrutable secreto de Wallace.

El secreto de Wallace está en Wallace, y por mucho que lo leamos sólo podremos acudir a él para explicárnoslo. Como Pollock, es el proceso de su discurso, su despliegue, el que nos da la clave. Y el que nos lo quita, si intentamos acotarlo.

Esa es la diferencia genuina de lo racional posmoderno frente a lo racional moderno. Mientras lo último se explica linealmente y desde fuera, el primero lo hace desde dentro, buceando en muchas direcciones. Explicar y entender exige una atención desordenada. Puede que exigiera también otro lenguaje, y otra disposición de las líneas de escritura. Contando con las herramientas antiguas, intentaremos acercarnos a Wallace. Pensando en la bipolaridad, en los dobles, en el universal esquizofrénico de ver y de verse al mismo tiempo.

Wallace es un niño y es un anciano. Su genio se enmarca en la magia de la contradicción inextricable. Una infinita tristeza, envuelta en una prosa de inefable precisión y belleza, unida a una sonrisa, a veces risa hilarante, con la que trata de doblegar su dolor. Un solo cuerpo, dos siameses, un siamés.

Pensar es un acto de desdoblamiento, como lo es escribir. El infinito es el destino de lo binario. Las continuas idas y venidas de las reflexiones de Wallace ante los posibles que se despliegan y crecen en el mismo seno de sus reflexiones ha hecho que Wallace sea Wallace, que muchos lectores lo abandonen y que él haya terminado haciendo una concesión por todos nosotros: no ha escrito el texto infinito con notas sobre notas sobre notas sobre notas sobre notas que hubiera querido. Esa habría sido la gran obra posmoderna. Y esa es, en realidad, su obra. Un árbol inmenso lleno de ramas donde nacen ramas donde nacen ramas ad infinitum. Lo que ocurre es que se ha vendido por partes. Lo moderno tira de la chaqueta de lo posmoderno cuando lo ve escalar un muro al que él no llega. Su obra, por lo tanto, se ha vendido en ramas. Ramas tan inolvidables como La broma infinita o La niña del pelo raro.

Wallace es difícil de leer. Wallace es profuso, insistente, meticuloso, preciso. Es contradictoriamente consecuente. Asume su binarismo. Ama y odia al mundo con la misma fuerza. Es barroco y es pop. Se maravilla y se frustra. Deja la medicación y se suicida.

Despojó a lo posmoderno de su livianidad, de su necesidad de nada. Lo posmoderno no es sólo la caducidad moderna, o no lo es sólo en un sentido. Un cuadro sucio de Mondrian no es un cuadro sucio se Mondrian, o no es sólo eso. También es una traición consciente. La modernidad es un hombre que se muere rodeado de velas en una cama. A ese hombre, cuyos familiares le han puesto las mejores sábanas, también tiene en el escaso pelo del cogote, perfiladas con una maquinilla de rapar y escondidas en la almohada, las iniciales TNT. Se las ha hecho su hijo. Su hijo primero ha llorado la agonía. Después se ha aburrido. Y se ha buscado un rol. El primero: ser Edipo. El buen hijo se ha cansado de velar, quiere una herencia activa. De hijo respetuoso a rebelde edípico.

Primera fractura. Primera posmodernidad: una risotada en la cara de Hegel.

El hijo ha crecido un poco, ha madurado. Pero no se convierte en su padre. Es otro.

Segunda fractura. Segunda posmodernidad: una despedida de Hegel en el lecho de Hegel. El hijo se va de la casa del padre muerto con la obra del padre muerto debajo del brazo. El pelo ha seguido creciendo al cadáver y ya no hay iniciales.
Foster Wallace no es ni mucho menos el único inscrito en este punto. Es, quizá, quien resume a los inscritos aquí. O mejor dicho. El que, inscrito en este punto no rechaza del todo a quienes se inscriben en la primera fractura. Y no por ambivalente, sino por nietzscheano. Wallace, como Nietzsche, no es un ejemplo de dialéctica, sino de diferencia. Asume su cultura, bebe de ella y la maldice. Sólo así puede despojarse de su bajeza. Esa contradicción -tan confundida con el sinsentido, lo que para lo viejo ha sido el reverso de lo racional ilustrado, una confusión a menudo impostada para mantener los valores conservadores, para que el poder no sea detentado desde fuera y se expolie el caciquismo en que se asientan en realidad los valores ilustrados de la Cultura- es lo posmoderno. Pero como a la primera fractura ya se le dio ese nombre, cambiemos, ahora que Edipo es más maduro. Será postposmodernidad, pues, la segunda fractura. Y la bautizamos hoy, con la muerte del gran escritor norteamericano.

Wallace, como paradigma de la segunda fractura que da un paso más integrando parte de la primera ha intentado que la cultura no acometa su propio asesinato. O para que lo haga con un poco de dignidad: para apartar el alzheimer en el último suspiro de la historia y tengamos una despedida digna, llena de lucidez.

Dejar de estar bastante alejado de todo es su herencia. Quizá ahora lo consiga.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

MUERE DAVID FOSTER WALLACE (1962-2008)


Y comienza la postposmodernidad.

"El hueco que la obra genial ha dejado al quemar lo que nos rodea es un buen lugar para encender la pequeña luz propia. De ahí la incitación que parte de lo genial, la general incitación que no sólo nos induce a imitar."

Franz Kafka, Diarios (1910-1923), [15 de septiembre de 1912]